No hace mucho tuvimos la suerte de comentar a través de Zoom con Juanma Gil su novela Trigo limpio, que se alzara merecidamente con el Premio Biblioteca Breve en 2021. Disfrutamos de su humor socarrón, de sus amplios conocimientos de técnica literaria, de la fuerza didáctica de su verbo. Nos habló también en un momento dado de su novela anterior, publicada en una editorial para mí desconocida, que, sin embargo, lo había tratado bien en todos los sentidos. Nada más hay que ver el precioso objeto en que puede convertirse un conjunto de páginas en manos de un profesional que ama lo que hace.
Como una es compulsiva en sus compras librescas, enseguida me hice con él, aunque antes de leerlo se me cruzaron otros, por obligación y/o por devoción (aunque pretendo seguir en la línea de lo segundo hasta que se acabe el mundo), y solo la semana pasada lo cogí con ganas y lo devoré como si no hubiera un mañana.
Porque, aun reconociendo elementos comunes con el libro posterior (Un hombre bajo el agua es de 2019), esa novela haciéndose (recuerdo el subtítulo: «Apuntes, fragmentos y transcripciones») en la que se cruzan grabaciones, entrevistas e interrogatorios, algo con trazas de autoficción (aunque sea a través de la parodia, porque «la autoficción es cosa de escritores acomplejados») y un duende que en pocos autores encuentro en la actualidad, me resulta absolutamente original en su planteamiento y desarrollo. Y si algo se me antoja estupendísimo es la vivacidad de sus diálogos, la increíble verdad que consiguen. Parece que uno está escuchando hablar a dos amigos de la infancia o a una pareja mientras prepara la cena al borde de una crisis. Los protagonistas se nos hacen, a través de su forma de expresarse, seres de carne y hueso, ni buenos ni malos sino todo lo contrario. Humanos y contradictorios como deben dibujarse los personajes redondos.
En una vuelta a la infancia, a esos paraísos cutres en que se desenvolvió el autor (con perdón, pero en ellos creo que nos encontramos los nacidos más allá de los sesenta), Juan Manuel Gil inicia su novela al borde de una balsa donde aparece un cadáver. Y a revolver en sus aguas turbias (es una metáfora) se dedica el resto del libro. Qué más se puede pedir. Quizás conocer la verdad. Si es que esta existe.
Porque lo que plantea el almeriense en esta novela inclasificable y magnífica es la imposibilidad de reconstruir lo que ocurrió, la percepción que cada cual tiene de las cosas, y cómo ni la suma de todos los puntos de vista pueden conducirnos a una salida cierta. Y, por supuesto también, cómo el tiempo lo emborrona todo y los recuerdos se disuelven en una masa verde de ova y agua estancada. O, para mayor comodidad del recordador, en una nueva realidad acomodada a lo que al hombre adulto le conviene en cada caso.
Como en Trigo limpio, el narrador-protagonista, que se llama Juanma para más señas, decide escribir un libro sobre un hecho de su pasado en una geografía muy concreta y unos años de transición en los que el barrio y la calle eran para niños y adolescentes escuela de juegos y extravío. Porque, frente a la infancia de hoy, que se desenvuelve entre actividades extraescolares, tabletas y videjuegos on line, los niños de los setenta nos dejábamos las rodillas en descampados y embarcábamos pelotas en lo alto de un árbol. Y éramos brutos como pocos. Y teníamos unas madres que nos hacían funcionar con la gasolina de la desconfianza. «El miedo es una niñera», pone Gil en boca de otro escritor. Y más de acuerdo no puedo estar.
En cualquier caso, no hay en Un hombre bajo el agua ni una pizca de idealización ni ese canto melancólico a la infancia con los que correría el peligro de que la novela se convirtiera en otra cosa. (Así dice su amigo Pascual: que quiere estar «lo más alejado posible de la nebulosa que siempre desprende la nostalgia»). Y el libro es lo que es: un ingenio (echad mano al diccionario, que me gusta a mí la polisemia) en el que es difícil llegar a saber qué es realidad y qué es ficción, que contiene en medio «La cláusula de los niños» como historia aparte o no, quién puede saberlo. Seguramente porque sus límites (a los de lo real y lo imaginado me refiero) son tan delgados que nadie es capaz de distinguirlos. Porque ¿quién puede dar credibilidad a la primera escena, que era, para mí, la verdad de lo sucedido, con todo lo que viene después?
Yo reconozco que siento debilidad por ese asunto, tanto el de la reconstrucción de la memoria como el de la conversión de la realidad en ficción, así como lo que de invención contiene la realidad, y así se lo comenté a Gil en aquella conversación allá por octubre o noviembre; pero aquí lo importante, creo yo, es el enfoque, la forma tan fresca de narrar (vale, eso empieza a sonar ya a tópico), el humor continuo como un bordón que jalona la narración («Pocos saben que la tozudez de mi suegro funciona de un modo parecido al tejido espacio-tiempo del universo. Está en continua expansión»), que lo hace burlarse incluso del propio quehacer literario para volver los ojos a lo que importa («Aquí cualquier asunto literario tiene la misma trascendencia que esas bolitas negras que cagan las liebres patagónicas»). También, por supuesto, el tinte lírico en alguna que otra descripción y en cierto personaje del que no voy a hablar pero que me ha hecho, en medio de todo, con su gesto poético, derramar una lágrima (también he llorado con la oración «algún día Carmela será una mujer muy hermosa y habitará un interminable campo de trigo», así soy yo); y la chispa y la agilidad verbal de los que está tocado este joven al que le veo el mejor de los futuros como escritor. Baste como muestra este parrafillo:
«Aquella esquina del mundo, para los niños que éramos y estábamos, poseía una proporción áurea: el nervioso ramaje de ambos árboles nos permitía camuflarnos a la vez que pescábamos, comíamos higos, cogíamos hojas para los gusanos de seda y nos bañábamos en sus aguas siempre misteriosas».
Por cierto, el libro se cierra con la reproducción de un fragmento del tríptico de La batalla de San Romano, una tabla que supuso un impulso a la introducción de la perspectiva y que precisamente pude apreciar hace poco en la Galería de los Ufizzi. Una pintura hipnótica poco realista de la que nos faltarían, para entender el hecho histórico que relata, dos fragmentos. Uno se encuentra en la National Gallery de Londres y el otro en el Louvre, dónde si no. Ignoro si, aun reuniéndolos en una sola sala, conoceríamos lo que ocurrió en el campo de batalla entre florentinos y sieneses, inmortalizados para siempre por Uccello («Quienes fueron a morir entre cultivos, en Lucca, al norte de Italia, no sabían que nunca morirían»). Aunque no es solo eso lo que quiero decir con este cierre.
Elena Marqués
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