El poema De rerum natura (“De la naturaleza de las cosas”, o “De la Realidad”), de Tito Lucrecio Caro, quien vivió en la primera mitad del siglo I a.C., es una de esas rarezas que aportan un soplo de alegría de puro inesperadas. En los seis libros que lo forman y a lo largo de sus más de siete mil versos este enigmático poeta nos dejó una exposición completa de su visión científica del mundo, desde la física a los fenómenos naturales, pasando por los procesos de percepción sensorial o psíquica. Ya es –y era– infrecuente un ejemplo tal de lo que García Calvo reconoce como “poesía impura”, y más sorprendente aún resulta que perviviera, tras la muerte –probablemente repentina– del poeta, tratándose de la plasmación romana de las doctrinas del griego Epicuro. Lo sorprendente, en el caso de la conservación del poema, es que su edición fuera fruto de la voluntad clara de los hermanos Cicerón (Marco y Quinto), quienes, según la información que nos ha llegado, vieron en aquel documento un ejemplo de poesía de muy alto nivel y no quisieron que se perdiera, a pesar de que transmitía una doctrina filosófica con la que no comulgaban y que incluso combatían.
Sea como fuere, el poema se editó hacia mediados de ese siglo I a.C. y fue disfrutado y explotado por poetas como Virgilio y Horacio, y por buena parte de la clase alta romana, algunos de cuyos representantes más conocidos profesaban una declarada simpatía por las doctrinas del filósofo de Samos. Pero, como sabemos, esas doctrinas no triunfaron en los siglos sucesivos, es más, fueron expresamente combatidas y silenciadas por otras corrientes, como la de los estoicos, que sí gozaron, además, del favor de la nueva religión de poder creciente: el cristianismo. Llega así la segunda sorpresa, y es que alguna copia del texto de Lucrecio pudiera alcanzar a traspasar los “siglos oscuros” que mediaron entre la caída de Roma y el llamado renacimiento carolingio. Por obra de algún demonio laico, sin duda, esta obra se conservó, probablemente en un único manuscrito o a lo sumo en contadas copias, y así consiguió llegar hasta este renacer cultural y después hasta el segundo – y más poderoso – renacimiento del saber antiguo: el de los humanistas italianos.
Como puede el lector imaginar, establecer con fiabilidad un texto como éste no es tarea fácil, como no lo es traducirlo, lleno como está de expresiones condensadas y vestidas de un atuendo arcaizante con que el poeta trataba de dotar su discurso de la solemnidad que atribuimos a lo antiguo. Agustín García Calvo ya se había acercado a esta obra con la muy valiosa introducción que hizo a la vieja traducción del Abate Marchena y que, con notas de Domingo Plácido, publicó la editorial Cátedra en 1983. Pero después él mismo acometió esta doble tarea filológica, de editor crítico y de traductor, con el libro que sacó en la zamorana editorial Lucina allá por 1997. No cejó, sin embargo, en su investigación sobre el texto, y se dedicó a buscar noticia de cualquier publicación sobre la materia que apareciera en el ámbito filológico por esos años. Cuando Agustín murió, en noviembre de 2012, había dejado en Lucina un nuevo texto (y traducción) revisado, en el que sus aportaciones y propuestas de enmienda superaban nada menos que los quinientos pasajes. En 2019, y gracias al interés y esfuerzo de cinco amigos, ha visto la luz, también en el catálogo de Lucina (https://www.editoriallucina.es/index.html), esta segunda edición corregida del poema.
La publicación consta de una “Nota sobre la revisión de la 2ª edición”, redactada por los encargados de esta revisión, unos “Prolegómenos” que reproducen, con leves cambios, la introducción de 1983, una “Praefatio” (en pulcro y brillante latín) sobre los avatares de la constitución del texto, unas breves listas de siglas y abreviaturas para la más fácil lectura del aparato crítico, y a ello sigue la traducción-edición del texto, en páginas enfrentadas. Rematan el volumen algunos fragmentos conservados (pero no ubicados) del poema, y un Índice general de nombres y conceptos. A su vez, la traducción lleva al pie de la página una paráfrasis continua y abreviada para la mejor intelección del argumento, y la edición se acompaña, también al pie, de un brevísimo aparato de fuentes de tradición indirecta (o citas), y un amplio aparato crítico positivo que recoge la información relevante para conocer la transmisión precisa de cada verso.
Los casi cien libros que atesoran el legado cultural de Agustín García Calvo (http://dbe.rah.es/biografias/10305/agustin-garcia-calvo) demuestran que se trata de una de las mentes más lúcidas – y por ello también más incómodas para biempensantes de cualquier signo – que florecieron en nuestro país en el último medio siglo. Además de sus otros logros intelectuales, fue uno de los más brillantes traductores de textos griegos y latinos en lengua española. Su traducción de la Ilíada de Homero (Zamora: Lucina, 2003 2, 1995) debe constar, de hecho, entre las producciones notables de la poesía en nuestra lengua. También la de Lucrecio. Porque García Calvo no se contenta con trasladar el denso mensaje lucreciano, sino que lo hace valiéndose del mismo molde: el hexámetro dactílico, que adapta a la prosodia y rítmica del español y al que añade, por si fuera poca la dificultad, el aliciente de una rima asonante, por completo ausente del modelo clásico, que sin duda hace más dulce el recitado de largas tiradas de versos de tono narrativo. Valgan estos ejemplos:
(I 102-106; denuncia del uso del miedo por parte de la religión, frente a la luz de la razón):
Tú mismo de mí cualquier día, de voces de los profetas
aterradoras vencido, acaso alejárteme quieras.
Pues ¡cuánto en verdad podrán inventar y traer a tu oreja
de sueños que tu razón de vivir trastornártela puedan
y todas alborotar tus venturas con miedo que metan!
(V 1117-1119; una vida guiada por la recta razón no precisa de riquezas):
Que, si uno en razón de verdad le da a su vida gobierno,
crecida riqueza a un hombre le es, con poco viviendo,
tener su alma en paz; de lo poco escasez no hay nunca, por cierto.
(VI 1278-1281; desquiciamiento de los atenienses para enterrar a los suyos durante la epidemia que asoló la ciudad):
Ni el fúnebre rito en la pía ciudad seguía rigiendo
con que de siempre el pueblo solía hacer sus entierros;
pues alborotado era todo un tropel: cada cual a su muerto
según lo posible enterraba afligido y según el momento.
La obra de Lucrecio termina con el toque sombrío de una epidemia y su efecto de muerte por doquier. No promete nada a su público porque éste nada necesita si ha entendido la clave de estos versos: Nil igitur mors est ad nos neque pertinet hilum (“Nada es pués a nosotros la muerte y nada nos toca”). El De rerum natura es una rara joya para los que aspiran a conocer el mundo a través de la razón y a través de la íntima lógica de la poesía. Ahí les está esperando.
Luis Rivero García
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