(1)
Ayer por la tarde fui a la consulta del Doctor Goodfellow. Está situada en un edificio del casco antiguo de Sevilla, a unos veinte minutos andando de mi casa. Al llegar a la sala de espera, supe de inmediato que Carlos Torrero había estado allí. Cuando está lejos del champagne es un escritor deportivo, muy runner, como Murakami, y por donde va deja una estela de entusiasmo. Entusiasmo de cancha, de gol sur, yo qué sé. Alegre, bonito, que da ganas de escribir, no digo que no, pero excesivo para la consulta de un reputado terapeuta literario, diseñada para facilitar la introspección y el flujo creativo. En el tiempo que estuve esperando, mientras el Doctor Goodfellow atendía, imaginé, las rarezas literarias de Manuel Valderrama y su consabida egolatría (léase su obra), no pude ordenar ni una sola de mis ideas. Ya le valía a Carlos Torrero, ¿a quién se le ocurre ir a ver al Doctor Goodfellow tras correr 20 km y zamparse un batido de proteínas? Menos mal que no estaba Miriam Palma, experta en exilios, y capaz de rastrear las huellas de cualquier ausencia. Ella es aún más maniática que yo en lo que a atmósferas se refiere. Esta harta de recomendarle a Carlos que cambie las carreras por el pilates los días de consulta.
Estaba en myself, sumergida en mi caos, cuando salió Manuel Valderrama de la consulta empujado por el Doctor Goodfellow. Es un terapeuta tan reputado como estricto, la cita dura 50 minutos, ni uno más, ni uno menos. No sé de qué habían estado hablando, pero el Doctor se despidió de su paciente con una de sus anécdotas. Al parecer el ayudante de Homero, cansado de escribir los versos que el insigne ciego le dictaba, clamó al cielo diciendo:
¡Oh, Atenea, la de los ojos de lechuza!
¡Oh, Aquiles, el de los pies alados!
¡Poned fin a este poema épico
que me duele la mano y sus cinco dedos!
Manuel se rio sin ganas, por cortesía, y supuse que habían estado tratando el Síndrome de la Escritura Compulsiva Estilográfica que ha hecho correr ríos de tinta desde que fue descrito por primera vez por el Doctor Rechifles Coslow, amigo íntimo de James Joyce. Tras despedirme de Manuel entré en la consulta.
(2)
Es increíble el ojo clínico que tiene este hombre, estaba aún riéndose de su chascarrillo literario ─carente de gracia, por cierto─, cuando de repente se puso serio y clavando su mirada en la mía estrábica, apretó el gatillo del diagnóstico:
─Falta de confianza, ¿no? Todo lo que escribes te parece estúpido, ¿me equivoco? ¿Por qué?
─Me han reseñado, Doctor. Ha sido horrible. Me la mandaron ayer y la leí, no pude evitarlo.
─¡Qué barbaridad!
─Lo sé, lo sé.
Le conté que la reseña había aparecido en el blog de una tal Tania Jota K. El Doctor lo buscó en su móvil.
─Un blog bastante cutre ─sentenció─. Por lo que veo destinado principalmente a su autobombo. Nada nuevo. En fin, ¿y qué dice esa reseña sobre tu novela, hija?
─Que la primera parte es un pestiño y que la segunda, sin embargo, es gloriosa. O algo así. Una de cal y otra de arena.
─Pues quédate con lo positivo.
─Pero escuche esto, aún no lo he digerido.
Respiré hondo y leí al Doctor Goodfellow aquel párrafo demoledor.
“Si a esto añadimos que el capítulo 18 está lleno de incoherencias (página 100: un vigilante jurado provisto de pistola que presta un servicio armado en un Burger, y que juega a la ruleta rusa en el establecimiento; una inspectora de policía que le pregunta si es suya la pistola, a lo que responde el vigilante que la cogió prestada de la empresa…, demostrando la autora un desconocimiento absoluto del mundo de la seguridad privada (tecnicismos, armamento reglamentario, condiciones de uso de la armería, prestación de servicios armados… recogidos en la Ley 5/2014, del 5 de abril, y con anterioridad, en la Ley 23/92 de 30 de julio), pues ya tenemos razones suficientes que justifiquen el abandono del libro.”
Mientras me escuchaba el Doctor Goodfellow se rascaba la cabeza.
─¡Qué desfachatez escribir una novela sin conocer la legislación vigente! ─grito con tono irónico el Doctor.
─Es una tía importante ─le dije─, solo hay que ver su entrada en Wikipedia. Ha ganado muchos premios literarios, entre ellos el Rayo de Luna de poesía y ha sido incluida en decenas de antologías. Su obra incluso ha dado lugar a una monografía. Escuche, escuche: “La incidencia de la voz. Discurso y construcción en Tania Jota K", por Rigoberto Sotomayor del Rey, Barlovento. Revista de crítica y creación poética, n.º 13, 2018. Páginas 42-51. ISSN-e 1885-2133. ¡Con ISBN y todo, Doctor! ¡la puta ama! ¡Qué tía!
─No me impresiona.
─¿Ah, no? Pues sigo, para colmo aparece en el Diccionario Espasa, en el Albacete creativo. Diccionario de 800 artistas imprescindibles que trabajan en Albacete. Comunidad de Castilla la Mancha, 2009. Edición no venal. No sé qué carajo significa esto último. ¡Ah! Y También está en la Enciclopedia de la Cátedra de Manuel Domínguez y Fernández de la Universidad de Sevilla.
─¿Y qué?
─Pero, doctor, ¿no se da cuenta de que me ha dedicado una reseña agridulce, ni mala del todo, ni buena del todo, una escritora precoz, genial, llamada a ser una de las grandes de la literatura española? Fíjese, ¡nació en 1978! Le llevo diez años y no aparezco ni en la revista de feria de mi pueblo. Su currículum haría palidecer al mismísimo Cervantes.
─Ese es el problema ─espetó y de un salto se encaminó hacia su armario. Una especie de trastero donde guarda cachivaches a los que atribuye poderes terapéuticos─. Toma, cógela, sin miedo.
Cogí la katana que me ofrecía y lo vi tirar del armario hacia fuera a Cervantes, quiero decir, a una especie de maniquí vestido a la moda y uso de la época del autor.
─Córtale la cabeza ─me ordenó.
La hoja de la katana brilló bajo la luz del foquito cenital de la consulta. El maniquí estaba de rodillas, con la cabeza apoyada sobre una silla, esperando que yo lo ejecutara.
─¡No puedo!
─¡Hazlo!
Fue un tajo limpio. Hasta mis pies rodó la cabeza de D. Miguel.
─Ahora léeme lo bueno de la reseña.
─¿Ahora? Estoy temblando. He ejecutado a Cervantes, joder.
─¡LE-E!
Las manos me sudaban y mi voz parecía la de una colegiala asustada a la que han pillado fumando en los servicios.
“La segunda parte de la novela bien merece el penoso ascenso por la montaña: las vistas son impresionantes. Y es que el reverso de la moneda de Curva es un thriller inspirado en el mejor Tarantino (Pulp Fiction), con algún eco de Delibes (Los santos inocentes). En esos últimos 18 capítulos el montaje de escenas es soberbio. El flashback no se anuncia, se presenta. La autora va enhebrando elementos con la primera parte que ahora cumplen su función. Va atando cabos. Y así descendemos, vertiginosamente, hacia el desenlace de la historia a bordo del vagón de una montaña rusa. El libro se revela puro vértigo".
─¿Qué opina, Doctor? Quizás he exagerado. No estoy acostumbrada a que me reseñen, entiéndalo.
─Es la hora. Págale a Anselmo y que te dé cita para la semana próxima. Contento me tienes, contento me tienes.
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