Así que no es una sorpresa para las visitas confesarme admiradora de la literatura rusa. Lo soy desde bien jovencita, cuando leí con avidez Anna Karenina en una de esas ediciones elegantes, un poco cursis y fatalmente traducidas que se compraban en la puerta de casa.
Desde ese mi primer amor ruso (Tólstoi) hasta el descubrimiento del que se convirtió en mi auténtica debilidad, Chéjov, pasaron muchos años.
Me enamoré literariamente desde el primer cuento que leí, deslumbrada por su escritura humilde, sus historias cotidianas, sus personajes tan normales, tan extraordinarios, tan… rusos.
Porque leer a Chéjov es integrarse gozosamente en ese perfecto arte literario logrado sin malabarismos ni artificios, con una sencillez tan aparente como difícil en su consecución; es descubrir, por fin, la verdad de la literatura en su magnífica simplicidad.
La escritora ucraniana Irène Némirovsky no escapó al embrujo de su compatriota y compañero de letras, que probablemente haya sido también uno de los escritores más biografiados de su época.
Némirovsky (1903-1942) nació tan solo un año antes del fallecimiento de Chéjov. Pese a haber emigrado tempranamente a París (1919) y haber escrito su extensa obra literaria en francés, la distancia física no fue obstáculo para mantener un vínculo natural con su país de origen, que se refleja en el profundo conocimiento y declarada admiración hacia su literatura y sus grandes autores.
En La vida de Chéjov (Salamandra, 2022) Némirovsky no escribe una exacta, extensa y minuciosa biografía del célebre escritor; no es exhaustiva como Antón Chéjov. Una vida, de Donald Rayfield (Plot Ediciones), ni eminentemente (aunque no sólo) literaria como Sobre literatura y vida (Páginas de Espuma); ni siquiera el escritor queda tan excepcionalmente plasmado como en la formidable Chéjov en vida. Una biografía en documentos, de Igor N. Sujij (Alba Editorial).
Aquí, la autora se acerca a la figura más humana de Chéjov, a su intimidad familiar, a la formación de su carácter deteniéndose largamente en sus primeros años y en la relación que mantuvo con sus padres y hermanos. De hecho, esos años y esas relaciones ocupan una parte importante del libro y es evidente que el apego familiar, que el escritor se tomó como una responsabilidad personal, fue una constante en su (corta) vida.
Nacido en una familia miserable con un padre piadoso en extremo cuya crueldad, sin embargo, rayaba la insensibilidad, y una madre entregada a su marido y a la crianza de sus hijos, Antón se revela un niño sensible y observador, amable y risueño, compasivo y alegre, que proyecta su extraordinaria personalidad en el adulto igualmente cautivador, templado y conciliador que le convirtió en centro y referencia de toda la familia.
Asumiendo de forma natural esa responsabilidad sobre sus hombros, se lanzó a escribir sin descanso; escribía a gran velocidad, mecánicamente, indiferente al alcance real de su escritura, a la valoración crítica de sus relatos y obras de teatro, movido por la necesidad acuciante de dinero. De hecho, A. Ch. escribió sus primeros cuentos con la única aspiración de ganarse la vida para hacer frente a los frecuentes gastos que requerían la dejadez y mala fortuna de sus hermanos, ya que su ser honesto y en extremo generoso le impedía vivir holgadamente de su profesión de médico.
Empezó a ser valorado como escritor casi al mismo tiempo que comenzaron los síntomas de la tuberculosis que le llevó tempranamente a la muerte.
«Reservado, retraído y pudoroso», un hombre afable y risueño, bondadoso aunque impenetrable incluso para los que más de cerca le conocieron, Chéjov representa perfectamente el difícil (muchas veces imposible) arte de conciliar personalidad con escritura. Naturalidad, sobriedad, humildad en su vida y en su obra; constantes que dejaron una huella inmensa tanto en las personas que le conocieron como en los lectores que le leyeron, en los que le leen y, sin ninguna duda, en los que le leerán.
No es, como decía, una gran biografía sobre Chéjov, pero acercarse a su figura, igual que releer su obra, es siempre un goce repetido de forma incansable. Lo mismo que la prosa limpia y seductora de Irène. Dos deleites, dos motivos para no dejar pasar este libro tan humano, tan sencillo y honesto, tan… ruso.
Olivia Lahoya Cuende
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