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Foto del escritorDr. Goodfellow

La balsa de piedra, de José Saramago



Pocos autores me despiertan tanto entusiasmo como Saramago. O quizás no sea «entusiasmo» la palabra correcta. Se trata de verdadero enamoramiento, una pasión irreprimible. La convicción de que estoy ante un escritor heroico, entendiendo con ese adjetivo que quien lo porta se acerca más a lo divino que a lo humano. Un Hércules de la novela. Un Aquiles con el talón invulnerable.


No recuerdo cuándo leí por primera vez La balsa de piedra. Me imagino que al poco de que el de Azinhaga terminara su calafateo y la lanzara al piélago libresco. Por aquel entonces yo empezaba a estudiar Filología, y tuve la oportunidad de escuchar al portugués en una conferencia en el Paraninfo, todo él pausado y grande y sencillamente elocuente. Eran los tiempos en que la Península se integraba en la Unión Europea, con sus indisimulados complejos y su evidente aspiración de meterse de lleno, tras años de dictadura e incertidumbre, en la esperada y turbadora fiesta de la modernidad. Una fiesta en la que habrían de vestir de trapillo y dejarse manejar como invitados de piedra.


Sé que ese trasfondo político y social es importante para entender la escritura de esta novela, en la que un cataclismo pirenaico aboca a los países ibéricos a una deriva incierta por el Atlántico. Algo que es más que un símbolo o un deseo encubierto del autor de que cosa semejante llegara a suceder. Una reivindicación de nuestra tierra con sus lazos comunes, sus peculiaridades culturales, sus diferencias con respecto a un continente ensimismado en el capitalismo y el progreso devorador de identidades.


Todo eso se lee, claro, en primer término, acompañado de otras reflexiones sobre el funcionamiento general del mundo (la reacción de América ante la inminente llegada de millones de inmigrantes, que, desgraciadamente, sigue siendo la misma cuarenta años después, nos habla de la actualidad de la novela. Porque Saramago sí que sabe usar la vara de negrillo para trazar historias indelebles); pero lo que me interesa más es la respuesta humana ante la catástrofe, que anticipa la escritura de otro libro fabuloso, Ensayo sobre la ceguera, en el que de nuevo Saramago, a través de parecido desastre metafórico, escruta en el pozo sin fondo de nuestra propia condición. Que no es siempre aljibe de aguas cenagosas; también hay jóvenes subversivos y generosos que se manifiestan solidarios en un peculiar #MeToo de fraternal iberismo.


Por supuesto me entusiasma (mejor dicho: me enamora) el elemento mágico que reúne a los cinco protagonistas de este relato y el viaje que realizan. Una odisea que supone, como todo buen periplo literario, el descenso a las cavernas del alma y la transformación de sus protagonistas, tan bien dibujados que sus diferentes avatares nos llegan a la médula.


No puedo obviar que la forma de narrar del Nobel de Literatura tampoco es moco de pavo. Saramago tiene una voz y una fórmula propias, personalísimas, inconfundibles, de una riqueza y variedad que ya quisiera (póngase aquí cualquier nombre) llegarle a la suela del zapato. Lo que se acostumbra a llamar estilo, vamos. Aunque eso es algo que parece estar más en peligro de extinción que el mismísimo lince ibérico. Sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que se olvida esa cualidad literaria en estos tiempos, en que parece que, con perdón (o sin él), se escribe para idiotas. O que todo se ejecuta con prisas, urgidos los autores por la editorial de turno. Supongo que ambas cosas tienen que ver en lo que digo.


De hecho, he ojeado por ahí algunos comentarios a la novela y, salvo un puñado de lectores que la elogian, son muchos los que expresan su imposibilidad de acabarla. Como si intercalar diálogos sin seguir la fórmula tradicional fuera un obstáculo al entendimiento. Imagino que esos mismos que no consiguieron seguir el lúcido rumbo de la balsa habrán también naufragado en el inteligente sentido del humor que destila todo el texto, que convierte esta especie de fábula en sátira contemporánea y te mantiene todo el tiempo con una media sonrisa en el rostro. O en los hermosísimos ramalazos poéticos, en la extensa construcción sintáctica; en la magia que, como inseparable banda de estorninos, lo surca de principio a fin. Que no se han metido en ese mundo que tiembla bajo los pies de Pedro Orce sin sismógrafo que lo detecte. Que no han sabido leer entre líneas las múltiples referencias históricas y culturales, seguir ese hilo azul que ni el de Ariadna, la metaliteratura que reina sin alharacas de inútil pedantería. Que no serían capaces de lanzar una piedra al agua porque para qué hacer un mínimo esfuerzo.


Yo sigo defendiendo que las novelas no solo deben contar una historia. Y que hay que hacer un pequeño «sacrificio» para apreciarla. Pero de verdad que el trabajo empleado merece la pena y siempre tendrá su recompensa.


Dejo por aquí, en cualquier caso, después de este desahogo en que se ha convertido la reseña (vengo de una etapa de leer trivialidades, y esta odisea oceánica me he devuelto la fe en la literatura), el final de La balsa, por si a alguien lo incita a subirse a ella:


«El viaje continúa. Roque Lozano se quedará en Zufre, irá a llamar a la puerta de su casa, He vuelto, ésa es su historia, alguien quizá la cuente algún día. Los hombres y las mujeres seguirán su camino, qué futuro, qué tiempo, qué destino. La vara de negrillo está verde, tal vez florezca el año que viene».

Elena Marqués

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