“Nami mira a la orilla y ahora ya está claro para todos que esa numerosa manada realmente está formada por monos, ovejas, gallinas y perros. Todos los animales están juntos con la esperanza de que regresen sus queridas personas, que desaparecieron de repente”.
El miércoles 19 de febrero tuve el privilegio de acompañar a la escritora checa Bianca Bellová (Praga, 1970) durante la presentación en la librería Casa Tomada de su novela El lago (Tres Hermanas Ediciones, 2019), Premio de Literatura de la Unión Europea en 2017. Hay escritores y escritoras que aman la literatura; yo amo momentos así, en los que la literatura viene y hace el milagro de las palabras y los afectos, dejando en los corazones un calor que se parece mucho al deseo o a la alegría de estar vivos.
Como la propia autora admite, la novela no tiene un punto de partida extraordinario, cuenta un viaje, el que emprende el joven Nami, héroe de la historia, en busca de su madre y de sí mismo, a través del lago, centro espiritual y productivo de Boros, la pequeña aldea en la que ha crecido. De la mano de la autora checa, nos adentramos por tanto en un espacio geográfico y humano que se superpone, pues ambos han estado sometidos durante décadas por el imperialismo soviético, al que, sin embargo, no se hace una mención explícita. Los rusos son de hecho en la novela una presencia constante y lejana, anónima, tecnológica y científica, letal como una plaga, que un día, sin previo aviso, desaparece dejando tras de sí el caos, un paisaje desolador en el que hasta la esperanza ha sido esquilmada.
La aldea de Boros no existe, pero su lago, las extensas plantaciones de algodón que sus aguas alimentan al otro lado, donde viven los uroboros, nos remiten al moribundo mar de Aral y a los países de Asia Central como Uzbekistán o Tayikistán que hasta 1991 formaron parte de la extinta URSS. Hay que señalar también que el uroboro ─usado como gentilicio en la narración─ es la serpiente que engulle su cola dando lugar así a un círculo perfecto. Simboliza la lucha eterna, inútil tal vez. «¿Valió la pena al menos, Nami?», le pregunta la joven Zaza a su antiguo novio cuando este regresa. «¡Dímelo!, ¿tuvo algún sentido que te fueras?» Y Nami no le contesta nada. Silencio.
Con pasajes de gran crudeza, la novela está contada en tiempo presente, con frases cortas y diálogos precisos, en un lenguaje sencillo, tan sencillo como el sentir de sus personajes. Hay un esfuerzo de contención, incluso de distancia, que a pesar de todo no evita que nos sintamos conmovidos por Nami, un niño que al quedar desamparado es desposeído de lo poco que tiene y tratado como un animal. A su llegada a la capital, intuirá que apenas nada lo separa en cuanto a naturaleza de Maymum, un mono que no escapa, aunque podría, de su recinto, en un rincón del parque donde los parados, alineados en largas filas como zombis, esperan desde el amanecer que alguien venga y les dé trabajo.
En El lago la violencia y la crueldad están presentes, de una manera u otra, en todas y cada una de las vidas que en sus páginas se retratan: en la vida de Nami, en la de los aldeanos de Boros, que empiezan a sufrir los estragos de la contaminación del lago, en la de las mujeres violadas y maltratadas por los hombres, en la de los trabajadores de la capital que asfaltan o cargan el azufre en condiciones infrahumanas, en la de Jonhy, un nuevo rico, que, tras sus estudios universitarios en Texas (EE. UU.), ocupa un alto puesto en una empresa petrolera.
La novela, la quinta en la producción de la escritora, está dividida en cuatro partes: embrión, larva, ninfa e imago. Consigue una atmósfera inquietante, casi distópica, al no explicitar la autora ni el espacio ni el tiempo concretos de la narración y al conjugar equilibrada y certeramente el lenguaje realista con elementos propios de los cuentos populares, aún muy presentes, según nos contó ella misma, en la cultura de su país.
Lo terrible de El lago es que nos presenta un mundo que no es el futuro, sino el pasado y el presente de muchos habitantes del planeta. El avance inexorable del desierto sobre la tierra reseca y tóxica de lo que fue el fondo de sus aguas, destrucción sobre destrucción, la brecha cada vez mayor entre pobres y ricos, el escaso valor de la vida y la imposibilidad de la naturaleza como refugio y soporte de la existencia, aunque quizás, cuando ni un solo hombre o mujer viva en sus orillas, el lago seguirá ahí, reducido a su espíritu, tal vez, esperando el momento de resurgir y cubrir de nuevo la basura que un día arrojamos a su interior. Ojala que esta novela no sea la única que se traduzca de Bianca Bellová a nuestro idioma.
Aurora Delgado
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